Cuando el servicio deprime (Parte I)

por Jorge Atiencia

Las sensaciones de desánimo y frustración en la obra son normales. La sinceridad es el primer paso hacia la restauración.
 
El ser humano vive una paradoja profunda: lo que más desea es ser conocido tal como es, pero, al mismo tiempo, eso es lo que más teme. ¡Qué contradicción! Anhelamos ser conocidos plenamente, y, por otro lado, sentimos miedo de quedar expuestos en nuestra verdadera intimidad.Si dejamos que la palabra de Dios nos examine, nos va a revelar lo que realmente somos. Es imprescindible mirarnos, al menos de vez en cuando, tal como somos; es importante compartir, quizás con un amigo o con nuestro cónyuge, nuestros secretos más profundos. Si no lo hacemos, corremos el riesgo de olvidar quiénes somos en realidad: nos acostumbraremos poco a poco a aceptar como verdadera la versión que mostramos de nuestra persona en la vida pública. La imagen que proyectamos es una versión «editada», que mostramos al mundo con la esperanza de que la encuentren más aceptable que la versión real.

Bien, si nos resulta difícil descubrirnos ante otros, por lo menos quitémonos la máscara ante nosotros mismos y frente al Señor. Si no nos despojamos de ella, no conseguiremos madurar.

La historia de Elías, y el modo en que lo trató el Señor, nos ayudan a entender el amor y la tolerancia de Dios hacia nuestra humanidad tan inconsistente.

Un hombre sujeto a pasiones

«Elías era hombre sujeto a pasiones semejantes a las nuestra» (Stg 5.17).

¡Qué retrato tan expresivo! Notemos que el texto señala: «Elías era un hombre» Las Escrituras registran las valientes acciones de Elías, un profeta considerado entre los más destacados de la historia de Israel. Pero cuando Santiago hace una lectura de Elías, lo que descubre es un hombre, no un súper-hombre. Ni siquiera lo define como un gigante espiritual o le concede el título de «varón de Dios». Cuando la Biblia muestra a sus héroes, no nos da una versión editada y adaptada: los expone tal como son. Si dejamos que la palabra de Dios nos examine, nos va a revelar lo que realmente somos. Nuestro Padre es un especialista en describirnos con precisión y en amarnos tal como somos. Dios quiere ministrar a nuestra persona real, no a una «versión editada» de esta.

Las Escrituras nos muestran la espiritualidad de Elías en el contexto de su humanidad y de sus pasiones. Elías era un hombre sujeto a pasiones y oró, invocando el poder de Dios. Sin embargo, ¿qué pasa con Elías ahora que se encuentra frente a la amenaza de Jezabel? Con cara al peligro, el temperamental Elías no mide, no evalúa, no deja espacio para la fe: ¡huye!.

En el Carmelo, Elías desafía con coraje a más de cuatrocientos profetas. Pero cuando llega a él un mensajero de parte de una mujer perversa, se acobarda y decide huir. La perversa reina declara: «Así me hagan los dioses» los mismos dioses que no se presentaron en el monte, aquellos a los que Elías acaba de exponer como falsos. De pronto, se siente urgido a huir ante esos mismos dioses.

Entre contradicciones

Esa es la paradoja, esa es nuestra realidad. Sentimos valor cuando estamos en la cumbre, pero nos acobardamos en el valle. Somos expertos mientras el éxito nos acompaña, pero inútiles en la crisis. Deslumbrantes en la plataforma, quizás, pero nos desquiciamos en el hogar. Desde el púlpito, causamos impacto con nuestros mensajes sobre el matrimonio y la familia; llegamos a casa, y un hijo adolescente nos pone en jaque o no sabemos escuchar con sensibilidad a nuestro cónyuge. Combatimos con la oración contra las potestades de Satanás, pero lloriqueamos cuando no nos llega el cheque a tiempo. Así somos, esa es nuestra realidad. Esa es la paradoja humana.Nos hemos convencido de que no es posible que el líder, el siervo de Dios se puede deprimir y por eso enmascaramos nuestro estado emocional. Los siervos del Señor no mostraron al mundo una versión depurada de su espiritualidad. Elías sintió deseos de morir y no lo escondió. Así se expresó también Jeremías: «Maldito el día en que nací. Maldito el hombre que dio nuevas a mi padre, diciendo: Hijo varón te ha nacido», exclama Jeremías ((Jer 20.14).

Es interesante que el Señor se asegura de que esos versos no queden fuera de la Escritura. Todo lo contrario; queden allí, como un testimonio de cómo dar espacio a nuestra humanidad. Dios quiso que quedaran escritas, para que no temamos ser humanos. Que podamos mostrarnos ante el Señor tal como somos, en nuestra genuina humanidad.

La cara de la depresión

Elías llegó al punto crítico en que deseaba morirse. «Basta ya, oh Jehová, quítame la vida, pues no soy yo mejor que mis padres» La profunda depresión se manifiesta tanto en lo físico como en lo emocional y espiritual. Nos neutraliza. Nos paraliza. Nos aísla de nuestra realidad. Empezamos a vegetar y perdemos conciencia de lo que sucede a nuestro alrededor. Perdemos el norte. Sentimos como si nos estuviéramos hundiendo, sin que nada logre detenernos en esa caída. El pantano nos traga y no encontramos nada a qué aferrarnos: las victorias gloriosas del pasado no resultan suficientes para sostenernos.

Elías tampoco hizo uso del pasado para encontrar socorro en su depresión actual. No confesó: «Así como ya me libraste en otra ocasión confío en que igual me librarás ahora». La depresión nos aísla de los recursos espirituales a los que solíamos acceder. Es como un pantano que nos va tragando, igual que al personaje de Ernesto Sábato en su novela El túnel (1): va entrando en el túnel y se pierde en él sin que nada lo detenga. No hay norte. No hay conciencia de lo inmediato.

Regreso a la sinceridad

Humanamente hablando, es imposible ministrar a otros cuando estamos sumidos en una situación depresiva. Pero como somos expertos en «editarnos» a nosotros mismos, muchas veces, aun en medio de la depresión, tenemos el descaro de ministrar, ocultando nuestra realidad. Nos hemos convencido de que no es posible que el pastor, el líder, el siervo de Dios se puede deprimir y por eso enmascaramos nuestro estado emocional. La depresión la pueden experimentar otros: los enfermos, los débiles. Pero del pastor y del líder siempre esperamos equilibrio y sobriedad. De los «fuertes», esperamos una estabilidad temperamental que mantenga todo en orden.

Por eso es que muchas veces ministramos aunque estemos pasando por una depresión. Sin embargo, la realidad se percibe. El pueblo de Dios advierte nuestro estado real porque el Espíritu de Dios le ayuda a discernir, y no se confunde con la imagen que proyectamos. Cuando pretendemos ministrar en medio de la depresión, no ministramos, actuamos. En lugar de hablar, gritamos. Al pastor deprimido se le han agotado las energías para presentar un mensaje fresco. entonces recurre al archivo. En lugar de inspirar a otros, acusa. El líder deprimido no reconoce que el problema nace de su propia condición: para él el problema son los otros, el problema es la congregación.